Marzo 2023

jueves, 18 de agosto de 2011

España, sin Revolución.

Enrique VIII y el anglicanismo; Lutero y el protestantismo; la Revolución Francesa; Garibaldi y la Unificación Italiana... Ya sea desde el absolutismo o desde el liberalismo, todos los grandes países sufren en algún momento, un acontecimiento histórico que les otorga una causa común, pero más importante aún; los reviste de dignidad, orgullo, y por ende refuerza la identidad compartida de sus habitantes. La anexión de los territorios hispánicos a la dinastía Habsburgo, lejos de gestar un "país en común", supone la integración imperial de unos reinos, que posteriormente han de sufrir el coste de la Nueva Planta borbónica, pero más allá de indagar en un pecado original, de 1808 a 1814 se produce un hecho histórico determinante, que marcará fatalmente la identidad "española" a partir de ahora. La Revolución Francesa pretende extender su conquista de derechos y sus valores, mientras el feudal y teocrático Antiguo Régimen de los territorios hispánicos, logra que sus oscuras élites se erijan en árbitros de una supuesta Revolución identitaria contra el extranjero. El pueblo, ignorante, vulnerable, tradicional, será, como siempre, engañado por las oligarquías que lo someten. Las gentes creerán defender a su Dios (su único conocimiento; única vivencia que los reviste de dignidad) frente al Anticristo Napoleónico, combatiendo a un "enemigo” que sin embargo, no viene a "conquistarles" como se les hace creer, sino a cambiar el signo de su gobierno. España sigue pagando en el presente las consecuencias de aquel golpe de timón histórico.


La Revolución burguesa en Francia, origina la reacción absolutista en España. No se puede entender la mal llamada “Guerra de la Independencia”, sin comprender que hablamos de combatir una invasión de ideas. Los liberales españoles persiguen con José I, asentar y edificar un marco social y político que en realidad nunca ha existido antes, mientras que los reaccionarios luchan por garantizar y asegurar la continuidad del absolutismo. La lucha contra el francés es la lucha contra un agente externo que pretende establecer un marco liberal, y la respuesta absolutista española frente “al invasor” es ante todo, una reacción que busca negar los objetivos y propósitos que aquel pretende instalar. Si es necesario combatir posteriormente “al español liberal”, se hará igualmente, como se comprueba tras la proclamación constitucional de Cádiz. Ya "sin franceses", el país tendrá posteriormente que sufrir una guerra civil (primera carlista), antes de ver el definitivo triunfo de los principios del liberalismo: igualdad ante la ley, ciertas libertades individuales, sistema político representativo, etc. De lo que se trata en esta guerra es pues, -esgrimiendo una aparente lucha por la independencia frente a un invasor extranjero-, de preservar el Antiguo Régimen frente a las nuevas ideologías de pensamiento que se originan en el mundo y la sociedad, sean éstas, francesas o españolas.

Por un lado, existe un perfil de liberal, que se distingue del fervor feudal defendido por la Iglesia o la alta nobleza; hablamos de aquellas élites que se han movido en el marco del despotismo ilustrado; muy moderados, no enemigos de emprender “ciertas reformas”, pero sí contrarios siempre, a propiciar condiciones que generen cualquier cambio sustancial o drástico. Esta tipología de liberal conservador, (absolutista de facto) que puede representar Floridablanca, se suma a la “causa frente al invasor”, ante el pánico que le produce la Revolución. Un segundo tipo de liberales netos, adelantados a su tiempo, humanistas, cuyo exponente pueden ser Goya o Jovellanos, desean reformas reales y significativas, pero se sienten incómodos (y temerosos de su integridad) reivindicando su lugar desde el fenómeno revolucionario. La tragedia de muchos ilustrados, las personas más cultas por entonces del país, es desear la implantación de las nuevas ideas que vienen de Francia: derechos individuales, libertad, igualdad, enciclopedia, ilustración, tolerancia religiosa, libertad de imprenta, desamortización, pero al mismo tiempo verse obligados a oponerse a unas tropas "enemigas" que están "ocupando" la península.

Con todo, la tipología del afrancesado explícito, comprometido por transformar la sociedad y construir un marco de igualdad y derechos individuales, ni encuentra nunca la legitimación de la España absolutista, -que inmediatamente considerará el logro constitucional de Cádiz, una anomalía que es preciso reconducir- ni podemos decir que ocupe un espacio social de manera sólida. Este tercer perfil, que es minoritario pero muy significativo, se convierte en la tercera vía más allá de absolutistas y liberales. Los afrancesados fracasan en el intento de dar a conocer su proyecto. Para una opinión pública ignorante, generada exclusivamente a través de las parroquias en cada pueblo, no existe diferencia entre franceses y afrancesados, ganándose éstos incluso la animadversión social. En otras palabras, la burguesía francesa no encuentra su equivalente en la España estamental del XVIII. En Francia, son los intelectuales quienes guían al pueblo; en España es la Iglesia, junto a las elites, quienes lo adoctrinan. En Francia, el pueblo se suma a una revolución burguesa, social y de clases. En España, el pueblo se suma a la defensa de los intereses feudales, esclavistas, estamentales (rey, nobleza y clero) y a una guerra de religión, frente al “extranjero hereje”. El equivalente español de la burguesía francesa; el afrancesado, el ilustrado, el intelectual, será atacado y perseguido por su propio pueblo, que no imagina estar combatiendo contra sus intereses, sino como le explica la Iglesia, contra traidores, aliados de herejes, que vienen a quitarles (sus ritos, sus supersticiones) y su Dios.

Resulta imposible saber si se hubiera dado una Revolución en la península sin la intervención francesa, pero resulta evidente que la desdicha moderna de España comienza en el momento en que los absolutistas se apropian de la causa nacionalista: la intervención francesa permite así la implantación de una supuesta reacción revolucionaria dirigida por una España reaccionaria, que busca como único objetivo la reinstauración del Antiguo Régimen. Cuando Napoleón ocupa Madrid en diciembre de 1808, decide abolir inmediatamente el feudalismo, la Inquisición, prohíbe la acumulación de mayorazgos, suprime dos terceras partes de los conventos y monasterios, deroga la Mesta, el voto de Santiago, las ordenes militares y los monopolios en manos de la oligarquía. Elimina también ordenes religiosas, crea nuevos sistemas de educación y justicia, desamortiza propiedades, deroga los privilegios de Iglesia y aristocracia, y deja por fin expedito el camino para la aparición de una nueva burguesía que vertebre la sociedad y el nacimiento de una economía capitalista que haga olvidar la explotación y el feudalismo.

El “huracán Napoleón” toma el país, pero los partidarios del Antiguo Régimen son conscientes de sus bazas. La propia sociedad a la que Napoleón pretende despertar, será la que se niegue a ella misma. Detrás de la oposición hacia todo lo francés, las elites ya han instalado la creencia de que Fernando encarna el remedio a todos los males que afligen a España, obra de Godoy y los afrancesados. Las medidas de Napoleón, ni se conocen por el pueblo, ni se entienden. Lo que el pueblo entiende, es lo que les explican las voces autorizadas que hablan por ellos desde hace siglos: el clero que los bendice y la nobleza a la que honran. El mensaje es muy sencillo: “los franceses, que no creen en dios, vienen para someteros”. El pueblo entiende también el catecismo español que anónimamente se redacta en 1808 e imparte la doctrina de los buenos cristianos en cada parroquia y cada pueblo:

“¿Cuántas obligaciones tiene un buen español? / Tres: ser cristiano y defender la patria y el rey”.
“¿Quién es el enemigo de nuestra felicidad? / El emperador de los franceses”.
“¿Qué son los franceses? / Antiguos cristianos y herejes modernos”.
“¿Es pecado asesinar a un francés? / No padre, es obra meritoria librar a la patria de violentos opresores”.

Napoleón nunca pretende convertir “España” en provincia de un imperio radicado en París, sino cambiar, al igual que en Francia, la dinastía reinante e implantar en ella los principios de la Revolución. Es cierto que durante la guerra planea anexionar las provincias situadas al norte del Ebro, compensando a la monarquía española con Portugal, pero éste es un proyecto pasajero al que se opone el propio gobierno de José, y en todo caso ocurre más tarde, y por tanto no puede formar parte de las motivaciones de la resistencia en 1808. La mal llamada “Guerra por la Independencia” es una vez más, un conflicto internacional entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias europeas y mundiales del momento. Exceptuando Bailén, todas las batallas dignas de este nombre, libradas en la península Ibérica entre 1808 y 1814 consisten en enfrentamientos entre un ejército imperial que, aún con jinetes polacos o mamelucos egipcios, es francés, con mandos franceses, y otro anglo-hispano-portugués, cuyo general en jefe es el inglés Wellington. La lucha nada tiene que ver con la búsqueda de una independencia nacional, sino con la preservación de la ley vieja, que defiende el aliado inglés estratégicamente, frente a una Francia, su enemigo natural, que amenaza por conquistar toda Europa.

Los defensores de los privilegios feudales detestan al populacho. Pretender movilizarlo en defensa de un sistema de valores que además lo reprime no es imaginable, pero sí lo es utilizarlo alertando sobre "el anticristo, la desaparición de Dios, de nuestras creencias y nuestras costumbres”. El pueblo se sumará a una lucha por la defensa de los privilegios elitistas que a su vez lo someten. El clamor instalado el 2 de mayo “¡Gloria eterna al pueblo de Madrid y a todos los pueblos de España!”, se completa en privado por los tradicionalistas: (pueblos no ilustrados, tan obtusos como para defender nuestros intereses, en detrimento de los suyos). El problema insuperable de los reformistas o revolucionarios españoles, es apelar a una identidad literalmente “incomprensible” para un pueblo ignorante. El pueblo analfabeto sólo entiende de mitos y es tarea vana hacerle comprender los objetivos liberales. Frente a ello, las fuerzas conservadoras, instauran la “canonización del conflicto” y llaman a la resistencia apoyándose, sobre todo, en la capacidad movilizadora y retórica de las redes clericales.

Con el regreso de Fernando VII, setenta "diputados" absolutistas, lo reciben en Valencia (no en pleno de Cortes en Madrid) y sin legitimidad alguna, le presentan el Manifiesto de los Persas donde se aclara cuál es el papel que debe seguir correspondiendo al valeroso pueblo español que hasta ahora, tanto han ensalzado contra los franceses: "ser mantenido en la oscuridad para evitar la anarquía”. Como ocurriera en la guerra, se reinicia la persecución sin cuartel hacia los liberales o todo aquel que creyó luchar por un rey constitucional. Con la entrada militar de Fernando VII en Madrid, desaparece la Constitución de 1812 y se reinstaura el Antiguo Régimen teocrático, feudal y esclavista. Su llegada es recibida por siniestros personajes mezclados entre la multitud, que disfrazados de aldeanos, recuerdan al vulgo cuál es el sitio que le corresponde: “¡Vivan las caenas!” repite un pueblo sin criterio, que no comprende que habla de "cadenas para ellos". Nunca existió una "Revolución popular”, sino una insurrección creada por la Iglesia y la nobleza, que logra que los españoles, ignorantes, luchen por un régimen feudal que los "mantiene sometidos”. Pronto toda Europa discurrirá por regímenes constitucionales, mientras la reserva espiritual de occidente, aguarda aún el estallido de cuatro guerras civiles en nombre de Dios; todas en poco más de un siglo.

Bibliografía:

José Álvarez Junco: Mater Dolorosa.

John Lynch: El Siglo de las Reformas; La Ilustración / Bourbon Spain (Título original).

Charles Esdaile: La Etapa Liberal / Spain in the Liberal Age. (Título original).