Las lecciones se pueden aprender en cualquier sitio. La naturaleza, que aunque suene a tópico, es sabia, también suele premiarnos con alguna de cuando en cuando. Y sin rencores. Esta es la historia de cómo una playa que era un vertedero se convirtió en un paraíso de cristal.
La naturaleza maneja sus propias escalas de tiempo. No responde a las exigencias de nadie ni tiene que rendir cuentas por nada. Por eso hace las cosas a su manera. Cuando hace más de un siglo, la playa que hay a las afueras de Fort Bragg, California, comenzó a ser utilizada como un vertedero de todo tipo de inmundicias, pocos podían imaginar que acabaría convirtiéndose en un protegido espacio natural de corte onírico.
A finales del siglo XIX era moneda común utilizar los acantilados más próximos a las poblaciones como el lugar donde despojarse de lo inservible. Pasaron las décadas y las autoridades tomaron cartas en el asunto. A comienzos de la década de los 60, la playa de Fort Bragg comenzó a rehabilitarse. Se retiraron los desperdicios, los escombros y la chatarra para adecentar un poco el lugar. Sin embargo, había desechos que no podían extraerse del escenario. Era el caso de los vidrios que cubrían gran parte de la arena de la playa. Fue el propio mar el que decidió echar un cable al hombre, a pesar del maltrato al que había sido sometida.
La playa de Fort Bragg pasó a ser Glass Beach (Playa de Cristal), y los restos de vidrio se convirtieron en lágrimas redondeadas de un millón de colores. Conviene, en cualquier caso, aprender la lección. Las playas de cristal deben ser una deliciosa rareza en el mundo, no una norma.