Según las leyendas mexicanas, Ometecuhtli y Omecihuatl, el Señor y la Señora de la Dualidad en la religión azteca, tuvieron cuatro hijos, cuatro encarnaciones del Sol, a los cuales les encomendaron la tarea de crear el mundo, de dar vida a los otros dioses y finalmente a la raza humana. Cada hermano representaba un orden, un tiempo, un espacio, un punto cardinal y un color. El rojo se llamó Xipe Totec, el negro, Tezcatlipoca, el azul, Huitzilopochtli y finalmente, el blanco, Quetzalcóatl. Éste último era considerado el dios civilizador y de los sortilegios, inventor de las artes, de la orfebrería y del tejido. También llamado “Señor de todo lo que es doble”, Quetzalcóatl no deseaba sacrificios humanos en su honor.
Cuando los hermanos comenzaron su tarea, crearon cuatro mundos, cuatro soles y cuatro humanidades que fueron sucesivamente destruidas. La primera fue devorada por tigres, la segunda, convertida en monos, la tercera, transformada en pájaros, y la cuarta, convertida en peces. Fue entonces cuando Quetzalcóatl descendió a los infiernos, de donde alcanzó a robar una astilla de hueso de una de las humanidades anteriores para crear la nuestra, rociándola con su propia sangre.
Dice la leyenda que el Señor de la Morada de los Muertos no pudo detenerlo, ni aun arrojando a su paso bandadas de codornices. Los demonios nunca dejaron de intentar engañarlo para que ordenara sacrificios humanos. Pero el amor de Quetzalcóatl por los hombres no le permitió sacrificar en su nombre más que animales, todos ellos consagrados al Sol. En su encarnación como Nanahuatzin, un dios tan pobre que sólo podía ofrendarse a sí mismo, se arrojó sin dudar al fuego sagrado. Por ello fue designado para alumbrar el día.